lunes, 1 de abril de 2019

Cultura, ¿para qué?


En homenaje a Rafael Sánchez Ferlosio, en el día de su muerte. Artículo publicado en EL PAÍS, el 25 de julio de 1998.


En principio no debería merecer más que alabanzas el que hace obras de misericordia, entre las cuales, aunque no con el apremio de "dar de comer al hambriento" o "vestir al desnudo", se incluye, como es harto sabido, la de "enseñar al que no sabe". Ya sé que hoy son cada vez menos los que sienten de este modo, pero yo, estando irrecuperablemente anclado en el Ancien Régime, no puedo seguir la actual resurrección de Mandeville, patriarca de las doctrinas liberales en el rechazo de la caridad, como virtud de efectos económica y socialmente perversos; un rechazo que se ha impuesto hasta el extremo de convencer a la propia Iglesia Católica Romana de que abandone la palabra "caridad", de acuñación incluso precristiana y de etimología tan poco ideológica como la de sustantivo abstracto del adjetivo "carus" ("querido"). Los cristianos y católicos sabrán en qué miserable ejercicio limosnero han arrastrado por los suelos esa virtud destinada a ser el sol de las virtudes, en torno al cual habrían de girar como planetas todas las demás, pero el caso es que hoy se avergüenzan incluso de su nombre. Hasta el Sumo Pontífice, en su encíclica "Sollicitudo rei socialis", del 30 de diciembre de 1987, la ha suplantado con un término jurídico, extraído del Derecho Mercantil -donde, por lo que creo, define un tipo de compromiso contractual entre los inversores asociados en la fundación de una sociedad comercial-; me refiero, huelga decirlo, a la palabra "solidaridad". Esta palabra aparece 27 veces en la encíclica citada, mientras que "caridad" aparece sólo 2, y, por lo que parece colegirse, únicamente en referencia al amor entre hermanos en la Fe y sólo en tanto que unidos a través del Cuerpo Místico de Cristo.Mientras tanto, nadie ha reparado en el diferente espectro semántico de las posibilidades constructivas de una y otra palabra: mientras "caridad" admite perfectamente "caridad con el enemigo", en cambio "solidaridad con el enemigo" connota inmediatamente "felonía" o "traición". De manera que, a despecho de salir toda empringada, emporcada y goteante de bodrio y de bazofia (recuérdese que el sentido peyorativo de estas dos palabras se ha perpetuado por haber designado durante mucho tiempo la "sopa boba", sopa de caridad que algunas órdenes religiosas repartían entre los indigentes desde el umbral de la puertecilla trasera de las tapias del convento) del miserable tráfico de conciencia entre hartos y famélicos a que los cristianos dejaron reducida la que tenía que haber sido el sol de las virtudes, sin embargo el mero nombre "caridad" ha conservado milagrosamente -tal vez porque la anónima lengua es más fiel y más piadosa que la religión- la capacidad semántica de sustentar sin menoscabo alguno combinaciones sinsemánticas como la más arriba mencionada, que la palabra que ha venido a suplantarla repele, en cambio, como un contrasentido o antisentido.

Pero las obras de misericordia resultan especialmente meritorias y admirables cuando el que las hace está lejos de ser ningún cristiano al uso, virtuoso de misa de alba, sepulcro blanqueado, sino que es, por el contrario, un convencido y declarado liberal, lector de Hayek, y que debe de tener bien arraigada la doctrina ortodoxa sobre la caridad y sus "efectos perversos", como el actual Ministro de Cultura, doña Esperanza Aguirre, junto con su subordinado el Director General del Libro, don Fernando Rodríguez Lafuente. En efecto, refiriéndose a cierto curso sobre la traducción, en la Universidad de Verano de San Lorenzo, nuestro siempre querido y benemérito, etcétera, diario monárquico de la mañana de fecha 14 de julio del año en curso, decía entre otras cosas: "Si por la mañana se exhibía la cruz de la moneda (las deficiencias de una política de apoyo a la traducción), por la tarde se presentó la cara. El director general del Libro, Fernando Rodríguez Lafuente, llegaba con un as bajo la manga a una mesa redonda sobre las posibilidades de fomento de la literatura española a través de la traducción: Cultura aumentará el próximo año los programas de ayuda a la traducción y edición en lenguas extranjeras de autores españoles. Si este año el presupuesto es de 59 millones de pesetas, en 1999 ascenderá a casi cien millones de pesetas. Una buena noticia, ya que se podrán atender, según Rodríguez Lafuente, casi todas las demandas, que son muy numerosas. "El auge de la literatura española en el mundo es cada día más importante -añade- y estos programas se han convertido en unos de los más relevantes de la Dirección General del Libro, porque nos permiten proyectar en el extranjero la literatura española"". No obstante, sin menoscabo de mi anticuado sentir hacia las obras de misericordia, la principal objeción que se me ocurre viene del hecho de que, según tengo entendido, los países que se citan como beneficiarios: Portugal, Italia, Francia, Alemania, también tienen sus propios ministerios de cultura o instituciones estatales análogas, y algunos seguramente con mayor dotación presupuestaria que el ministerio de Doña Esperanza. De modo que no creo incurrir en ningún egoísmo personal, sino tan sólo atenerme a los supuestos convencionales del Estado y de sus ministerios y a las expectativas del hoy tan halagado y ensalzado "contribuyente", si digo que la función primordial del ministerio de cultura español parece más bien que sería, casi por definición, preocuparse de la cultura de los españoles, en vez de dedicarse a la obra de misericordia de "enseñar al que no sabe" en favor de los naturales de otros países y hablantes de otras lenguas, pues, ¡qué le vamos a hacer!, el Estado es, o al menos así lo suponen hoy en día "Los Contribuyentes", una institución congénitamente egoísta, y salvo que el Ministerio de Cultura ande tan sobrado de asignación presupuestaria -cosa que, sin querer pecar de malicioso, me temo que está incalculablemente lejos de lo necesario-, no puedo aprobar de ningún modo que asignen ninguna cantidad para la obra de misericordia de traducirles a los alemanes, franceses o italianos libros españoles, en lugar de dedicar todo su empeño y todos sus haberes a la apremiante y secularmente retrasada tarea de traducir al castellano (no hablo del catalán porque supongo que esa es una competencia transferida a la Generalitat) todo un océano de obras extranjeras que permanecen todavía intraductas, si se me admite la expresión, desde la Antigüedad hasta nuestros días.

El más inteligente de los españoles -cuyo nombre, por desventura, no he sabido nunca-, autor de un "Arte de tocar las castañuelas", empezaba el prólogo de su tratado con esta declaración absolutamente ejemplar y memorable: "No hace ninguna falta tocar las castañuelas, pero en caso de tocarlas, más vale tocarlas bien que tocarlas mal". Si esto dijo aquel hombre, acertando a iluminar a la vez la ética y la estética con un mismo y único resplandor de luz, refiriéndose a la declaradamente inútil dedicación de tocar las castañuelas, bien cabe aplicar lo mismo a otras dedicaciones que, en cambio, tienden a ser consideradas, en principio, necesarias, como las obras de misericordia. Viene esto a cuento de que en el número de El País del mismo día que el Abecé citado más arriba, y en relación con el mismo curso "escurialense" sobre la traducción, se leía lo siguiente: "Acerca de la reciente polémica sobre la traducción al alemán de la obra de Federico García Lorca los especialistas [sic] reunidos en El Escorial evitaron calificar su calidad. Pero se refirieron a su grandeza y su miseria [¿?]. Lo importante es que gracias a la traducción Lorca es considerado en Alemania uno de los grandes autores literarios". De modo que la Magna Synodus Laurentina uel Scorialensis ha convocado a un tipo de "especialistas" cuya función no es centrar su atención sobre la calidad sino que "lo importante" es para ellos, al igual que para el Ministerio de Cultura, la mera eficacia en alcanzar, maguer sea con detestables traducciones, el fin que el Director General del Libro enuncia, por su parte, como "proyectar en el extranjero la literatura española".

Si los notoriamente rústicos y casi iletrados alemanes padecen tanta indigencia cultural que la caritativa acción de socorrerlos con poesías de García Lorca no puede demorarse ni un día más, ¿cómo van a entretenerse ahora los expertos en cominerías y refinamientos sobre la mejor o peor calidad de las versiones?; y además, ¿sabrá un burro lo que es un caramelo? Mi opinión, sin embargo, es que tanto en el caso de que a los alemanes, a pesar de su muy reciente acceso a la cultura y al mundo de las letras y las ciencias, la necesidad de afianzarse en esa vía no les hiciese tan perentoria la lectura de las poesías de Lorca, y justamente de éstas, que no pudiesen esperar todavía meses o años sin mayor detrimento ni graves consecuencias, como en el caso de que, en cambio, corriesen auténtico peligro o amenaza inminente de recaer de un día para otro en su recién superado analfabetismo, y la necesidad de leer la obra de Lorca comportase para ellos la extrema urgencia de una única y última tabla de salvación, tanto en un caso como en otro, digo, puestos a traducir al alemán las poesías de García Lorca, más vale traducirlas bien que traducirlas mal.

Pero si de lo que se trata en realidad con semejantes traducciones de autores españoles a lenguas extranjeras no es de hacer la obra de misericordia de "enseñar al que no sabe", por muy fuera de lugar que pueda estar, sino de otra operación muy diferente, o sea la de que tras haber visto, por ejemplo, en la palabra y en la voz de García Lorca, mirado, por supuesto, con la congénita vileza de mirada de cualquier agencia de publicidad, las posibilidades de un "creativo" (una palabra ya casi exclusiva de la jerga de los publicitarios, que recurren a ella hasta la náusea y deben de ser los únicos para los que reserva los secretos de algún significado) susceptible de ser habilitado y explotado con las máximas expectativas de rentabilidad -incluyendo, naturalmente, en ellas el aura sobreañadida de su condición de poeta-, el Ministerio de Cultura actual (sin que ello quiera decir que los anteriores fuesen a estos respectos mejores ni distintos, ya que, entre otras cosas, se cargaron la Editora Nacional cediendo ignominiosamente a las presiones de la industria privada), descuidando su función definitoria de ocuparse de la cultura de los españoles, traduciendo al castellano (del catalán ya he dicho que debe de ser cosa de la Generalitat) obras escritas en lenguas extranjeras, se aplica, en cambio, a fomentar la traducción de autores españoles para los lectores de países extranjeros y hablantes de otras lenguas, como un bastardo y miserable instrumento de propaganda exterior para el "prestigio" del país, sin que le importe un carajo de la obra de García Lorca en cuanto tal, sino tan sólo en su espúreo valor de eslogan publicitario de la acreditada marca España. S.A. ®, entonces la "política del Libro" en nada diferiría de la preocupación del mismo ministerio por que los deportistas españoles "hagan patria, hagan España" en las competiciones internacionales.

Claro está que también la función de los libros y de la lectura está cambiando; el concepto higiénico-estético-sexo-laboral-playero de "mantenerse en forma", que viene uniendo fuertemente la belleza y la salud (véase en las farmacias el eslogan "La salud de tus piernas está de moda"), se extiende ya al propio cerebro. El cerebro tiene el altísimo rango de ser el más singular y exclusivo privilegio humano, que el hombre no tiene ningún derecho de explotar, malbaratar y destruir. Siendo como es el más precioso don divino, estamos obligados a conservarlo, no abusando de él, sino prodigándole los cuidados que se merece, con la gimnasia adecuada y bien dosificada que necesita para "mantenerse en forma". Pues bien, esa gimnasia es la lectura; nadie ha sabido expresarlo más certeramente que el que bien podría ser considerado "el Jane Fonda hispano del intelecto", el señor Sealtiel Alatriste, con este lapidario eslogan: "Leer es poner las neuronas a hacer aerobic".

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